27 de diciembre de 2019

Aparece una mezquita de Abderramán III en un cortijo de Málaga

A 13 kilómetros en línea recta de Bobastro (Málaga), donde Omar ben Hafsun y sus hijos se levantaron contra el emirato de Córdoba en una rebelión que duró desde el año 880 hasta el 929, Abderramán III planeó levantar una ciudad, al-Madina, como símbolo del poder oficial frente a los sublevados y empezó por la mezquita. Esta es la razón, en opinión del doctor en Historia Medieval Virgilio Martínez Enamorado, de la existencia de una mezquita de piedra labrada, porte monumental y capacidad para unas 700 personas, en medio de la vega de Antequera, en un paraje rural alejado de cualquier asentamiento.


“Pero el emir derrotó a los disidentes antes de lo esperado y, probablemente, decidió abandonar su proyecto porque ya no necesitaba demostrar su poder frente al enemigo y prefirió retomarlo más cerca de Córdoba. Fue así como nació Medina Azahara, que comenzó a construirse en el 936”, explica el medievalista y profesor de la Universidad de Málaga en el interior del cortijo Las Mezquitas, ante el muro de la quibla, en el que aún puede verse el mihrab orientado hacia La Meca.

Hasta 2006, nadie conocía la existencia de la mezquita, que conserva sus muros de hasta seis metros de altura reforzados con contrafuertes y cuenta con un patio. El conjunto, de 30x30 metros, se construyó según el sistema de medidas antropométricas de la dinastía Omeya, el codo mamuni, que equivale a 47,14 centímetros. Lo único que delataba su pasado era el topónimo del cortijo: Las Mezquitas. Fue entonces, cuando el historiador Carlos Gozalbes descubrió los arcos del templo embutidos en los muros del cortijo, el centro de una finca propiedad de José María Alcalde en la que se crían trigo y olivos y que está ubicada en el término municipal de Antequera, lindando con Campillos y Sierra de Yeguas y muy cerca de la laguna salada de Fuente de Piedra. Dos años más tarde, en 2008, el inmueble fue declarado bien de interés cultural (BIC) por la Junta de Andalucía. La mezquita, aunque ha sido objeto de varios estudios, permanece embutida en el cortijo y, de momento, no se ha realizado una prospección arqueológica en el bien ni está prevista su puesta en valor.

“Al principio se dijo que se trataba de una mezquita rural, pero esa teoría está totalmente descartada, tanto por el estudio arquitectónico que han realizado Pedro Gurriarán y la arqueóloga del CSIC María de los Ángeles Utrero, como por las fuentes de cronistas árabes que he consultado y publicado en mi libro La mezquita de Lamaya [Editorial La Serranía, 2018]”, apunta el arqueólogo y arabista, quien ha estudiado textos de la época en busca de referencias al edificio y las ha encontrado en la obra de Ibn Hayyan (Córdoba, 987-1075), el gran cronista de Abderramán III, quien tras doblegar a los rebeldes de Omar ben Hafsun se autoproclamó califa.

"[Abderramán III] Se volvió contra la ciudad extraviada de Bobastro, acampando de nuevo cerca de ella por la parte de Lamaya y, viendo que los contrabaluartes eran la cosa más dañina contra los prevaricadores, ordenó fortificar allí una vieja peña llamada al-Madina (...) en una posición desde la que dominaba todos los caminos de la ciudad del maldito (...). En aquel lugar estuvo siete días hasta completar aquello, sin dejar a los prevaricadores respiro ni recurso, hostigando al maldito Hafs y a los suyos de Bobastro", escribió Ibn Hayyan, como recoge Martínez Enamorado en su libro y justifica así una de sus teorías: que la ciudad se comenzó a construir por la mezquita, como elemento fundacional, y que las gentes del emir vivían en un campamento militar, que se desmontó tras la derrota del rebelde.

La situación de la mezquita entre tres términos municipales no es producto del azar, como señala Virgilio Martínez. "El templo se emplazó entre tres demarcaciones provinciales de al-Ándalus en el siglo X, las coras o provincias de Estepa, a cuya jurisdicción perteneció sierra de Yeguas hasta época moderna; la de Campillos, integrada en Teba, que en época andalusí formaba parte de la provincia bereber de la serranía de Ronda de nombre Takurunna, y Antequera, de Rayya, demarcación que tuvo a Archidona y Málaga como capitales. Los antiguos límites quedaron fosilizados en los actuales y eso explica tan insólita ubicación".

“La mezquita se ha conservado muy bien gracias a que ha estado protegida por el cortijo, que se levantó en el siglo XVI y ha seguido usándose hasta finales del siglo XX. Si se elimina la arquitectura parasitaria, el edificio aparecerá en todo su esplendor. De momento, la estructura está a salvo porque el propietario colocó una cubierta de uralita después de que la gran tormenta que cayó en esta zona en octubre de 2018 acabara con el techo”, afirma Martínez Enamorado, autor de una treintena de libros sobre arqueología y epigrafía de al-Ándalus.

“La mezquita es un modelo reducido de la gran mezquita de Córdoba de Abderramán I [del año 786 y más pequeña que la actual], una cuarta parte de aquella, aunque con algunos cambios respecto al modelo como por ejemplo, las arquerías interiores que son paralelas al muro de la quibla y no perpendiculares como en el caso de la mezquita cordobesa”, explica Pedro Gurriarán, especialista en arquitectura andalusí que estudió el edificio en 2015 junto a Utrero y han publicado el resultado en la revista anual Mainake de la Diputación de Málaga, en el número 37 del pasado noviembre.

“Este es uno de los grandes descubrimientos de arquitectura altomedieval islámica en nuestro país en las últimas décadas. Hemos podido constatar que se construyó en dos fases. En la primera, a finales del siglo IX, utilizaron piezas romanas de acarreo, que abundan en la zona de asentamientos anteriores, y otras nuevas ensambladas con mortero; mientras que en la segunda fase, de principios del X, la destreza con la que están cortados los sillares revela la presencia de especialistas que entonces solo trabajaban en talleres de cantería cordobeses”, abunda Gurriarán para avalar su tesis de que se trata de una obra de Estado que los Omeya proyectaron como propaganda política frente a sus enemigos.


Fuente:
* https://elpais.com/cultura/2019/12/18/actualidad/1576698493_798053.html


24 de marzo de 2019

Foto histórica: Y llegó el caos


El 3 de septiembre de 1967 en Suecia se cambió el sentido de la circulación, pasando de conducir por la izquierda a hacerlo por la derecha. El caos circulatorio que se originó al principio fue importante.


3 de marzo de 2019

Así se vivía a bordo de un submarino alemán en la II Guerra Mundial


La propaganda nazi ensalzó al U-Boot (abreviatura de Unterseeboot, "submarino") como ejemplo de arma invencible, los tripulantes de los submarinos alemanes estaban rodeados de un halo de prestigio y romanticismo. Se les consideraba héroes; una mezcla de soldados y aventureros, que vivían peligros combatiendo en alta mar dentro de un sofisticado buque, y eran recibidos con honores a su llegada a puerto. Es cierto que dormían y comían caliente todos los días, recibían buenas pagas y disponían de bastante tiempo libre, sobre todo en comparación con sus camaradas de infantería. Sin embargo, todos esos privilegios tenían un precio.

Las condiciones en las que vivían los tripulantes de un U-Boot distaban mucho de ser bucólicas. El medio centenar de hombres que servían en un submarino, la mayoría jóvenes voluntarios con un cierto nivel de preparación (de marineros a especialistas como maquinistas, torpedistas o radiofonistas), convivían apiñados en un espacio angosto y atestado de maquinaria, provisiones y armamento. Las primeras semanas, hasta que entraban en combate, los buques iban tan llenos de torpedos que ni siquiera había espacio para desplegar todas las hamacas y literas que llevaban, obligando a algunos marineros a dormir encima de los proyectiles. Normalmente, en los submarinos solo había una cama para cada dos hombres, por lo que se turnaban para ocuparla.

La sensación de claustrofobia provocada por la falta de espacio se incrementaba por el ambiente enrarecido que se formaba en el interior. Una mezcla de hedor a humedad, gasolina, comida, sudor (los hombres apenas podían lavarse ni cambiarse de ropa durante las travesías), letrina (había únicamente dos, aunque la de cubierta apenas se usaba) y una colonia de limón llamada Kolibri que se utilizaba para eliminar el salitre del cuerpo y disimular el olor corporal. A todo ello hay que añadir la falta de luz natural, la ausencia de privacidad, el ruido constante de la maquinaria y el asfixiante calor que desprendían los motores, que podía llegar hasta casi los cincuenta grados.


Para amenizar las largas jornadas de monotonía y relajar las tensiones provocadas por los combates y la estrecha convivencia, se organizaban competiciones (de ajedrez, damas, cartas), se ponía a determinadas horas música en un tocadiscos o se cantaban canciones acompañadas de instrumentos, normalmente un acordeón. En fechas señaladas o cuando se hundía algún barco, se organizaban pequeñas celebraciones en las que toda la tripulación se vestía para la ocasión, se repartían exquisiteces como fruta fresca o chocolate y se permitían las bebidas alcohólicas.

Los tripulantes de un submarino estaban expuestos a una enorme tensión psicológica. Cuando un buque enemigo los encontraba, se sumergían a muchos metros para evitar ser alcanzados por las cargas de profundidad de aquél. El problema es que esos ataques podían durar días. Los marineros pasaban largas horas en silencio para no ser detectados por los sonares, atentos a su característico sonido y al ruido de las explosiones de las cargas, y muchas veces a oscuras por efecto de la onda expansiva. Algunos no lo soportaban. La tensión continuada, la falta de oxígeno y el miedo a ser hundidos y quedar atrapados en el buque les provocaba lo que llamaban Blechkoller, o "síndrome de lata de conservas", un tipo de neurosis caracterizada por violentos ataques de histeria.

Al final de la guerra, el mito se resquebrajó y la realidad se impuso: los submarinos alemanes fueron, proporcionalmente, los que más bajas sufrieron de toda la Wehrmacht. Tres de cada cuatro hombres que sirvieron en los aproximadamente novecientos submarinos que se botaron durante la contienda no vieron el final de la guerra. A menudo morían de forma lenta. Cuando los submarinos se hundían, si la presión rompía el casco, los marinos morían ahogados. Si no, si la profundidad no era suficiente, permanecían atrapados en el buque hasta quedarse sin aire.


Fuente:
* Carlos Joric, "Vivir bajo el agua". Revista Historia y Vida Nº 611, pág. 12-13




16 de febrero de 2019

La muerte de Felipe II

Hay datos muy conocidos en la biografía del segundo monarca de la Casa de Austria en España, Felipe II, nacido en Valladolid en 1527: su temperamento frío, su acendrada religiosidad, su vida familiar marcada por la tragedia –enviudó cuatro veces, perdió a seis hijos y vio morir a la mayoría de sus hermanos, incluido el bastardo Juan de Austria–, la fracasada expedición de su Armada Invencible contra Inglaterra o su delicada salud (padeció una posible sífilis congénita, asma, artritis, cálculos biliares, fiebres intermitentes y, desde los 36 años, gota; para evitar los terribles dolores de ésta solía ser trasladado en su famosa silla), que no obstante no impidió que fuera muy longevo para la época, ya que vivió 71 años.

Sin embargo, hay aspectos no tan del dominio público, como su personalidad obsesivo compulsiva. A juicio de varios expertos, ésta fue el fruto de tres factores: las ausencias de su padre, Carlos I de España y V de Alemania; la sobreprotección de su madre, la emperatriz Isabel, y la muy severa y estricta educación que recibió como heredero al trono. Y, entre las manifestaciones de esa personalidad obsesiva –exagerada adoración por la rutina, el orden y la puntualidad; pasión por el trabajo prolijo de carácter administrativo–, una de las más llamativas en una corte del siglo XVI fue su celo desmedido por la higiene personal. Un gentilhombre lo definió como la persona "más limpia y aseada que jamás ha habido sobre la Tierra".

Por eso, las circunstancias de su muerte tuvieron que suponer un calvario para un hombre como él. El golpe del fallecimiento de su hija Catalina Micaela lo llevó a una depresión, ya con 70 años, que complicó sus problemas de gota y de movilidad. Consciente de que su final se acercaba, ordenó que lo trasladaran a su amado Monasterio de El Escorial en el verano de 1598. Pero allí las calenturas, la hidropesía y otros males lo postraron, con lo que su cuerpo se llenó de úlceras y llagas purulentas, cuyo mal olor lo mortificaba tanto o más que los espantosos dolores que sufría. Y así transcurrieron 53 agónicos días hasta que el 13 de septiembre expiró, si bien no es cierta la leyenda de que murió infestado de piojos.


Fuente:
* Muy Historia


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